Carta abierta a los Padres Sinodales
La Iglesia católica está presente en la Amazonía desde el siglo XVI. Superando enormes dificultades para vencer las barreras que impedían la penetración en aquella inmensa región, centenares y centenares de hombres han consagrado la vida entera para evangelizar a los grupos humanos que la han habitado y que la habitan. Desde la segunda mitad del siglo XIX también un grupo impresionante de mujeres se han consagrado a esta misma misión. No se puede absolutamente poner en duda la buena fe que los ha motivado, ni el valor inmenso de su sacrificio, pero toca reconocer que también en el enfoque de su actividad ha existido algo discutible. Evidentemente sería injusto querer juzgar el pasado con los criterios del presente, pero se puede lamentar también que el Evangelio no haya logrado inspirar una visión más profética. La actividad misionera ha sido generosa, pero paternalista. Se ha esforzado por enseñar mucho, pero no tuvo la paciencia de aprender. Más que diálogo ha habido adoctrinamiento. A los indígenas se lo ha considerado siempre como menores de edad. Los diferentes estados, no disponiendo de personal preparado y dispuesto a vivir de manera permanente in zonas remotas y enormemente incomodas, ha delegado a la iglesia, a través de los Vicariatos Apostólicos y las Prelaturas, la tarea de integrar a los pueblos amazónicos a su propria nacionalidad. Este compromiso ha sido realizado con entusiasmo, pero no siempre respetando los valores culturales de los destinatarios. Para convencer de esto es suficiente dar una mirada al lenguaje que utilizaban las revistas misioneras hasta hace pocas décadas atrás. Ahora, cuando muchos indígenas han estudiado y pueden acceder a esa literatura es un tanto embarazoso ver la impresión que les causa.
De todo esto sería conveniente que la Iglesia Amazónica tomara conciencia y pidiera humildemente disculpa
Pero hay otro tema que no se refiere al pasado, sino que es de total actualidad.
La población indígena de toda la Amazonía alcanza talvez los dos millones de individuos, pero se trata de una constelación de pueblos con lenguas, historias, culturas enormemente diferentes. Algunos no cuentan sino con pocos centenares o miles de miembros. Son sitiados por la sociedad circundante, privados de sus territorios, amenazados por las multinacionales, desorientados por una globalización que todo lo nivela. Estos pobres grupos ya de por sí enormemente frágiles, los cristianos de todas las tendencias (católicos, protestantes de las varias denominaciones) los debilitan ulteriormente, exportando entre ellos las divisiones que han nacido en sus lejanos países de origen. Ese Jesucristo, que quiso ser vínculo de unidad y comunión es predicado de una manera que divide.
Este Sínodo debería constituir una oportunidad para dirigir una invitación solemne a todos los grupos cristianos para que dejen ya de dividir a los pueblos amazónicos.
Prediquemos a Jesús como único Salvador; transmitamos su mensaje que habla de fraternidad, de solidaridad, de perdón y no pongamos en el centro nuestras diferencias teológicas, aunque respetables. Unamos todas las fuerzas para combatir juntos las grandes batallas que estos hermanos deben afrontar y de cuyo resultado depende su sobrevivencia: la defensa del ambiente, la conservación del territorio, la valorización de su cultura. De esta manera ellos advertirán no solo que los seguidores de Jesucristo están a su lado, sino que ellos mismos son parte de una iglesia que no desea otra cosa que no sea su bien.
Padre Juan Bottasso, SDB
