En primer lugar, el Papa advirtió contra la tentación de la autocomplacencia: “No somos pueblo de Dios por iniciativa propia, por mérito propio; somos y seremos siempre fruto de la acción misericordiosa del Señor… No lo olvidemos nunca, nos dijo el Maestro: ‘sin mí no podéis hacer nada!’”.
Por eso el Papa alaba “la gracia del llanto”, es decir, la gracia de aquel momento en que el hombre se da cuenta de que ha expulsado lentamente a Dios de su propia vida; también sucede a los sacerdotes y religiosos, cuando cuentan demasiado consigo mismos, con sus propios recursos, “cuando toman sus decisiones y se basan en criterios mundanos y no evangélicos”. Pero en la gracia del llanto está el comienzo del camino de la conversión.
Refiriéndose a la experiencia del pueblo de Israel en el Éxodo, el Santo Padre señala que en el “juego del amor” llevado a cabo por Dios, “hecho de ausencia amenazada y de presencia restaurada”, se logra la reconciliación con su pueblo, y de ahí surge una nueva madurez en la relación con Dios.
“Queridos hermanos, este es el sentido de la Cuaresma que viviremos – aclaró el Pontífice –. En los ejercicios espirituales que predicarán a la gente de sus comunidades, en las liturgias penitenciales que celebran, tengan el valor de proponer la reconciliación del Señor, de proponer su amor apasionado y celoso”.
Continuando, el Papa señaló a los sacerdotes el coraje de Moisés, que recuerda a Dios que él es responsable de su pueblo: “Debemos hablar así, como hombres, no como pusilánimes”.
Finalmente, recordó que “el pecado nos desfigura” y también citó la plaga del abuso en la Iglesia como un ejemplo obvio del mal del que los religiosos también son capaces. Sin embargo, continuó: “Dios nos lleva a interceder por nuestros hermanos y a distribuir a los hombres, por medio de nuestras manos que no son nada inocentes, la salvación que regenera” y por eso invitó a los sacerdotes a no tener miedo de “jugar su vida al servicio de la reconciliación entre Dios y los hombres”.