«¡CREÍ, PROMETÍ, SANÉ!» Artémides Zatti: Evangelio de la Vocación e Iglesia del Cuidado
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12 Septiembre 2022

Carta del Rector Mayor, P. Ángel Fernández Artime, pocos días antes de la canonización de Artemide Zatti (9 de octubre de 2022).

«El mosaico de nuestros santos y beatos, aun siendo bastante rico en cuanto a representatividad ⸻Fundador, Cofundadora, Rectores Mayores, misioneros, mártires, sacerdotes, jóvenes⸻ carecía todavía de la pieza preciosa de la figura de un Coadjutor. Ahora también esto se está realizando».

Así comenzaba don Juan Edmundo Vecchi, octavo Sucesor de Don Bosco, su carta con motivo de la beatificación de Artémides Zatti.

Si al «mosaico de nuestros santos» le faltaba una pieza, hoy este mosaico tiene un brillo muy especial porque, dentro de unas semanas, se nos dará un gran regalo del Señor: ver a uno de los hijos de Don Bosco, Coadjutor salesiano, emigrado italiano en Argentina y enfermero, canonizado por el papa Francisco el próximo 9 de octubre de 2022.

Artémides Zatti será, por tanto, el primer santo salesiano no mártir en ser canonizado. Sin duda la canonización del primer santo salesiano y de un salesiano Coadjutor da y dará un toque de plenitud a la serie de modelos de espiritualidad salesiana que la Iglesia declara oficialmente como tales.

Reporto el hermoso testimonio personal, lleno de hondura espiritual y de fe, realizado por Artémides Zatti en 1915 en Viedma, con motivo de la inauguración de un monumento funerario colocado sobre la tumba del padre Evasio Garrone (1861-1911), un salesiano misionero benemérito y considerado por Artémides insigne bienhechor.

«Si estoy bueno y sano y en estado de hacer algún bien a mis prójimos enfermos, se lo debo al padre Garrone, Doctor, que viendo que mi salud empeoraba cada día, pues estaba afectado de tuberculosis con frecuentes hemoptisis, me dijo terminantemente que, si no quería concluir como tantos otros, hiciera una promesa a María Auxiliadora de permanecer siempre a su lado, ayudándole en la cura de los enfermos y él, confiando en María, me sanaría.

CREÍ, porque sabía por fama que María Auxiliadora lo ayudaba de manera visible.

PROMETÍ, pues siempre fue mi deseo ser de provecho en algo a mis prójimos.

Y, habiendo Dios escuchado a su siervo, SANÉ. [Firmado] Artémides Zatti».

Vemos que la vida salesiana de Artémides Zatti, según este testimonio, se basa en tres verbos que testimonian su solidez generosa y confiada. Para valorar el don de la santidad de este gran Salesiano Coadjutor, queremos meditar estos tres verbos y sus extraordinarios frutos de bien, para que toquen profundamente los anhelos, los sueños y los compromisos de nuestra Congregación y de cada uno de nosotros y promuevan en todos una renovada y fecunda fidelidad al carisma de Don Bosco.

Perfil de Artémides Zatti

Artémides Zatti nació en Boretto (Reggio Emilia) el 12 de octubre de 1880 de Albina Vecchi y Luigi Zatti. La familia campesina lo educa para una vida pobre y laboriosa, iluminada por una fe sencilla, sincera y robusta, que orienta y nutre la vida.

A la edad de nueve años, Artémides, para contribuir a la economía familiar, trabaja como jornalero en una familia acomodada.

En 1897 los Zatti emigraron a Argentina y se establecieron en Bahía Blanca. Artémides llega a esta ciudad a la edad de diecisiete años y, en el ámbito familiar, aprende pronto a afrontar las penurias y responsabilidades del trabajo. Encuentra trabajo en una fábrica de ladrillos y, al mismo tiempo, cultiva y madura una profunda relación con Dios, bajo la guía del salesiano don Carlo Cavalli, su párroco y director espiritual. Artémides encuentra en él un verdadero amigo, un confesor sabio y un auténtico y experto director espiritual, que lo educa en el ritmo diario de la oración y en la vida sacramental semanal. Con don Cavalli establece una relación espiritual y de colaboración. En la biblioteca de su párroco tuvo la oportunidad de leer la biografía de Don Bosco y quedó fascinado. Fue el verdadero inicio de su vocación salesiana.

En 1900, a la edad de veinte años, Artémides, invitado por el padre Cavalli, pidió ingresar al aspirantado salesiano de Bernal, localidad cercana a Buenos Aires.

Sin embargo, en 1902, ya próximo a entrar en el noviciado, Artémides contrajo tuberculosis. Don Vecchi cuenta en su carta: «Seguros de su responsabilidad, los Superiores le confiaron la asistencia de un joven sacerdote enfermo de tuberculosis. Zatti desempeñó con generosidad el encargo, pero poco después acusó la misma enfermedad».

Gravemente enfermo, regresó a Bahía Blanca y don Cavalli lo envió a Viedma, encomendándolo al cuidado del salesiano don Evasio Garrone, competente ⸻gracias a su dilatada experiencia⸻ en las artes médicas y director del hospital San José fundado por Mons. Cagliero.

Me parece muy significativo recordar que Artémides en Viedma se encontró con Ceferino Namuncurá ⸻hoy beato⸻ procedente de Buenos Aires y que como él padecía la tuberculosis. Los dos, aunque de edades diferentes, viven en una relación cordial y amistosa, hasta que Ceferino partió en 1904 para Italia con Mons. Juan Cagliero.

Después de dos años de tratamiento en Viedma con resultados insatisfactorios, don Garrone invita a Artémides a pedir la curación por intercesión de la Santísima Virgen, haciendo voto de dedicar toda su vida al cuidado de los enfermos. Formulado el voto con fe viva, Artémides obtiene la curación y, en 1906, comienza el noviciado.

Debido a los riesgos asociados a su estado de salud anterior, Artémides tuvo que renunciar a la intención de ser sacerdote y profesar como Coadjutor entre los Salesianos de Don Bosco el 11 de enero de 1908. Este hecho supuso para Artémides un gran crecimiento en la fe. De hecho, no abandona el deseo de ser salesiano sacerdote y sigue pensando en la vocación sacerdotal en la Congregación Salesiana, especialmente cuando la salud parecía mejorar. Por eso es conmovedor constatar el apego inquebrantable a la propia vocación, manifestado incluso cuando la enfermedad parecía impedir absolutamente este camino. Leemos, por ejemplo, lo que escribe a sus familiares el 7 de agosto de 1902: «Os hago saber que no era solo deseo mío, sino también de mis Superiores, el vestir la santa sotana; pero hay un artículo en la Santa Regla que dice que no puede recibir el hábito uno que padezca la más pequeña cosa en la salud. Así que, si Dios no me ha encontrado digno del hábito hasta ahora, confío en vuestras oraciones para sanar pronto y de este modo satisfacer mis deseos».

Pero al final los Superiores, dadas todas las circunstancias de enfermedad e incluso de edad (23-24 años), deben proponer a Zatti que profese como Salesiano Coadjutor. Es cierto que «era la entrega total a Dios en la vida salesiana a lo que Artémides aspiraba en primer lugar».

También, en este punto decisivo de su vida, Zatti hace un camino de madurez. Leemos de nuevo en la carta de don Vecchi: «¿Sacerdote? ¿Coadjutor? Decía él mismo a un hermano: “Se puedes servir a Dios sea como sacerdote sea como Coadjutor: delante Dios una cosa vale tanto como la otra, con tal que se la viva como una vocación y con amor”».

El 11 de febrero de 1911 hizo sus votos perpetuos y, en el mismo año, tras la muerte de don Garrone, asumió, primero como encargado de la farmacia anexa al hospital San José de Viedma, y, ​​luego, ⸻a partir de 1915⸻ como responsable del mismo hospital. El hospital y la farmacia se convertirán en el campo de trabajo de Artémides.

Así, a partir de 1915, durante 25 años, con gran energía, sacrificio y profesionalidad, Zatti será el alma del hospital que, sin embargo, deberá ser demolido en 1941: los superiores Salesianos deciden utilizar los terrenos ocupados hasta entonces por la estructura sanitaria para la construcción del obispado. Artémides sufre intensamente ante la idea del derribo, pero con espíritu de obediencia acepta la decisión y traslada a los enfermos a las instalaciones de la Escuela Agrícola de San Isidro donde crea una nueva estructura para el cuidado y asistencia de los enfermos y los pobres.

Tras otros años de intenso servicio, ya exonerado de las responsabilidades de la administración sanitaria, en 1950, tras una caída durante un trabajo de reparación, los exámenes clínicos encontraron un tumor en el hígado para el que no había cura. Acoge y vive con conciencia la evolución de la enfermedad. De hecho, ¡él mismo prepara, para el médico, el certificado de su propia muerte! Los sufrimientos no fueron pocos, pero pasó los últimos meses esperando el momento final preparado para el encuentro con el Señor. Él mismo dice: «Hace cincuenta años vine acá para morir y he llegado hasta este momento, ¿qué más puedo desear ahora? Por otra parte, me he pasado toda mi vida preparándome a este momento…».

Su muerte se produjo el 15 de marzo de 1951 y la difusión de la noticia movilizó a la población de todo Viedma para un homenaje de agradecimiento a este Salesiano que dedicó toda su vida a los enfermos, especialmente a los más pobres. De hecho, «toda Viedma saludó al “pariente de todos los pobres”, como le llamaban desde hace tiempo; aquel que siempre estaba disponible para acoger a los enfermos especiales y a la gente que llegaba de los campos lejanos; aquel que podía entrar en la más dudosa de las casas a cualquier hora del día o de la noche, sin que nadie pudiera insinuar la mínima sospecha sobre él; aquel que, aun estando siempre en números rojos, había mantenido una relación singular con las instituciones financieras de la ciudad, siempre abiertas a la amistad y a la colaboración generosa con los que componían el cuerpo médico de la pequeña ciudad».

El funeral, con la impresionante afluencia de público, confirmó la fama de santidad que rodeaba a Artémides Zatti y que solicita la apertura del proceso diocesano en Viedma (22 de marzo de 1980). El 7 de julio de 1997 Zatti fue declarado venerable y el 14 de abril de 2002 fue proclamado beato por san Juan Pablo II.

La pedagogía de Dios en sus santos

Para acercarse a la figura de Artémides Zatti, es preciosa la guía de un principio teológico, denso de significado y repetido por Hans Urs von Balthasar,

«Solo la imagen [de Jesús] que el Espíritu presenta a la Iglesia ha sido capaz, a lo largo de milenios de historia, de transformar a los hombres pecadores en santos. Precisamente sobre la base de este criterio del poder de transformación se debería medir el valor de una interpretación de Jesús que pretenda transmitirnos un conocimiento de Él».

Con estas palabras, Balthasar subraya una evidencia que ha acompañado siempre la historia de la Iglesia: la acción del Espíritu se manifiesta como fuerza transformadora de la vida humana, dando testimonio de la perenne actualidad y vitalidad del Evangelio. De este modo la buena noticia de Jesús sigue viviendo y difundiéndose según la regla de la encarnación y, especialmente en la carne y en la vida de los santos, por su profundo consentimiento al Espíritu, la Pascua resplandece en la actualidad histórica del qui y del ora siempre, nuevos, donde maduran los prodigios que confirman la fe de la Iglesia.

Los santos son, pues, realizaciones del Espíritu que ofrecen, con la sencillez de una vida transfigurada, rasgos precisos del Hijo, entregados por el Padre al trabajo del mundo, en la actualidad de un tiempo y en la proximidad de los lugares necesitados de salvación y de esperanza.

Si Dios guía a su Iglesia a través de la vida obediente de sus hijos más dóciles y audaces, en la historia de cada uno de ellos deben resplandecer, ante todo, reflejos del Evangelio que transforman una biografía ferial en hagiografía y luego se deben reconocer semillas pascuales, capaces de suscitar caminos renovados eclesiales en el pueblo de Dios.

Artémides Zatti confirma esta regla de la santidad: la hagiografía es la luz del Espíritu liberada por la sencillez de su biografía, tan convincente porque está habitada en plenitud de humanidad, y tan sorprendente como para hacer visible «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21, 1); así, las semillas pascuales, donadas por la vida de este Salesiano Coadjutor al campo del mundo, han transformado lugares de sufrimiento ⸻los hospitales de San José y de San Isidro⸻ en semilleros de la esperanza cristiana, extraordinariamente radiantes. «Se trata de una presencia en lo social, toda animada por la caridad de Cristo que lo impulsaba interiormente».

Es posible entonces meditar sobre el don que el Espíritu da al mundo, a la Iglesia, a la Familia Salesiana con la santidad de Zatti, deteniéndose primero en el brillo de su biografía ⸻un Evangelio, plenamente encarnado de la vocación, de la confianza y de la entrega⸻ para considerar, después, la fuerza pascual de su apostolado que ha edificado, en sus hospitales, la Iglesia del cuidado, de la proximidad, de la salvación, de la corredención, para alimentar la fe del pueblo de Dios.

Si queremos expresar brevemente el secreto que inspiró y guio la vida, los pasos, las obras, los compromisos, la alegría, las lágrimas... de Artémides Zatti, las palabras de don Vecchi al respecto son exhaustivas: «En el seguimiento de Jesús, con Don Bosco y como Don Bosco, en todas partes y siempre».

 

1. UN HOMBRE DE EVANGELIO

1.1 El Evangelio de la vocación: «Creí»

La historia de Artémides Zatti llama la atención, sobre todo, por su particularidad vocacional. Una vocación luminosa porque fue purificada por una misteriosa pedagogía de Dios que se despliega en su vida a través de mediaciones y situaciones diversas y exigentes. La vida cristiana es el aliento compartido de la familia de Artémides, que lo lee todo a la luz del misterio de Dios; será la segunda patria argentina, alcanzada con la emigración, donde se muestre el enraizamiento de los Zatti en una fe poco común. El cardenal Cagliero escribe:  

«Nuestros compatriotas, incluso los que pertenecen a las poblaciones más religiosas de Italia, han llegado aquí y parece que cambien de naturaleza. El amor desmedido por el trabajo, la indiferencia religiosa dominante en esos pueblos, los muy frecuentes malos ejemplos [...] obran una increíble transformación en el espíritu y en el corazón de nuestros buenos campesinos y artesanos, que a cambio de algún escudo que ganan, pierden fe, la moralidad, la religión».

La familia Zatti no sucumbirá a la influencia del ambiente, señalándose al contrario por una práctica religiosa ferviente, sincera, valiente, libre de respeto humano; y Artémides seguirá alimentando en la familia una intensa relación con Dios, sustentada en la oración, la laboriosidad, la rectitud, para que

«todo nos lleva a creer […] que la formación religiosa que el siervo de Dios recibió desde niño y en su primera juventud […] debió ser privilegiada y tal que explica las actitudes espirituales que, después, mantuvo a lo largo de su vida».

La experiencia de Artémides refleja la luminosa discreción de la «“alta medida” de la vida cristiana ordinaria» "(Novo millennio ineunte, 31), fruto de un arraigo exclusivo en Dios, de una fe vivida como una obediencia valiente y radiante porque es libre, feliz y fecunda.

Cuando el Salesiano don Cavalli, párroco y guía de Artémides por los caminos del Espíritu, deberá apoyar su orientación definitiva de vida, el discernimiento será sobrio y claro: notará que la llamada a entregarse totalmente a Dios, como sacerdote, resuena en el corazón de ese joven de un modo íntegro y puro, no contaminado por la búsqueda de sí mismo y del propio interés, sino encendido por el deseo de servir al Evangelio del Reino.

Y Dios, por la singular disponibilidad de Artémides al don de sí mismo, no se limita a llamar, sino que puede extenderse, con el signo incontrovertible de su presencia: la cruz del Hijo. Así, el sello de la predilección de Dios se hace reconocible en el corazón del discernimiento vocacional de este joven deseoso de ser sacerdote: Artémides, acogido en Bernal como aspirante, es solicitado para un arriesgado servicio, el cuidado de un sacerdote tuberculoso ⸻como se mencionó anteriormente⸻. El servicio sin cálculo lleva a Artémides a contraer a su vez la enfermedad que requerirá el sacrificio del sueño vocacional: Zatti será Salesiano, pero no sacerdote.

Aquí reconocemos el poder del Evangelio aceptado incondicionalmente en la vida de los santos; un poder que suscita una respuesta vocacional pura porque está custodiada por un corazón no solo desprendido del mal ⸻condición esencial para escuchar la voz de Dios⸻ sino capaz de libertad también respecto al bien, condición esencial de una fe pétrea en el Absoluto de Dios.

Caminando en oscuridad luminosa de la fe, Artémides sacrifica el deseo de servir a la Iglesia en la forma ministerial del sacerdocio, abrazando, sin embargo, su esencia, según Cristo, «quien, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» (Heb 9.14).

Las características del Evangelio de la vocación se reconocen así, indelebles, en la plenitud del sacrificio de sí mismo que sella el principio de la vida salesiana de Zatti mucho antes de coronar su plenitud.

Y la fidelidad a la forma laical de vida salesiana, abrazada por puro amor de Dios, será plena y convencida, lejos de todo pesar, desenvuelta en una existencia convincente y contenta.

Este es el evangelio de la vocación, la buena noticia de la llamada de Dios reservada individualmente para cada uno de sus hijos, llamada de la que solo Dios conoce el significado, los motivos, el destino, el desarrollo concreto. Una llamada que se hace perceptible solo en la pura correspondencia del amor que, a su vez, «quiere librarse del adversario más peligroso: la propia libertad de elección. Todo amor verdadero tiene, pues, la forma interna del voto: está ligado al amado, en razón del amor y en el espíritu del amor».

El Evangelio de la vocación, en la santidad de Zatti, es el evangelio de la pura fe: la buena noticia del respirar sano del corazón que saborea la libertad en la obediencia al plan de Dios, custodio del misterio de cada vida llamada a ser rama fecunda de la Vid verdadera, encomendada a la sabiduría del «Labrador» (Jn 15, 1).

Leída con las «categorías» de nuestro tiempo, la santidad de Artémides Zatti suscita así «miedo vocacional», un miedo que oprime el corazón en la desconfianza ante el misterio de Dios. El Evangelio de la vocación anunciado por la vida de este santo Salesiano Coadjutor muestra que, solo correspondiendo al sueño de Dios, es posible, en cada edad y en cada situación, vencer la parálisis del yo, con la pobreza de su mirada y de sus medidas, con la angustia de su incertidumbre y de su miedo.

Cuando don Garrone ⸻Salesiano él mismo de eminente virtud, así como de gran competencia médica, adquirida en el generoso servicio a los enfermos⸻ exhorta a Artémides, enfermo de tuberculosis, a pedir la gracia de la curación por intercesión de la Virgen y con voto de dedicarse durante toda la vida a los enfermos, la fe de Zatti da buena prueba de sí misma: sencilla, desinteresada, sin reservas, encerrada en una palabra: «¡Creí!».

«Creí», o cuando basta una palabra para decir la fe, porque la fe es pura; y solo esta fe es vocacionalmente generosa, por la ligereza de su pureza que «da alas al corazón y no cadenas a los pies».

La santidad de Artémides Zatti llega a nuestros caminos vocacionales, a veces cansados ​​y pesados, con la fuerza interpelante de un «creí» que nunca ha fallado: el presente de la fe que se hace continuo a lo largo de la vida y la hace creíble. La suya era una fe con una continua unión con Dios. En los testimonios recogidos así se expresa monseñor Carlos Mariano Pérez: «La impresión que recibí fue la de un hombre unido al Señor. La oración era como la respiración de su alma, todo su comportamiento demostraba que vivía plenamente el primer mandamiento de Dios: lo amaba con todo su corazón, con toda su mente y con toda su alma».

Estamos llamados a valorar el testimonio de Zatti para renovar el ardor de nuestra pastoral vocacional y para ofrecer a los jóvenes el ejemplo de una vida que la solidez de la fe hace plena, sencilla, valiente, por la fuerza del Espíritu y la docilidad del llamado.

1.2 El Evangelio de la confianza: «Prometí»

El Evangelio de la vocación, del que Zatti es testigo, anima un segundo verbo de fundamental importancia: prometer.

Hoy experimentamos a menudo la debilidad de las promesas humanas, el miedo a la falta de fiabilidad, constatamos la incapacidad de ser definitivas: de ahí los inviernos vocacionales que están afectando a la familia, a la Congregación en muchas partes del mundo, a la Iglesia, y que hacen urgente el anuncio del Evangelio de la llamada de Dios y de la respuesta del creyente.

Von Balthasar, reflexionando sobre la esencia de la vocación, fruto de la fe auténtica, escribe así: «No hay ningún camino hacia el amor sin, al menos, un indicio de este gesto de entrega. […] [El amor] definitivamente quiere recuperarse, entregarse, confiarse, encerrarse. Quiere depositar en el amado, de una vez por todas, su libertad de movimiento, para dejarle una prenda de amor. Tan pronto como el amor despierta verdaderamente a la vida, el momento temporal quiere ser superado en una forma de eternidad. Amor a tiempo, amor a interrupción nunca es verdadero amor».

Artémides Zatti, aún joven y precisamente en un gran momento de prueba, siente la llamada a la plenitud del compromiso de sí mismo en una promesa irrevocable y radical; cuando en edad madura, dando testimonio de su gratitud hacia el padre Evasio Garrone, su benefactor, recuerda los inicios de su propio camino de consagración, Zatti podrá ser sucinto al presentar el corazón de su juvenil adhesión a la llamada del Señor: «Creí, prometí».

El «prometí» de Zatti sigue a su «creí», pero también configura su radicalidad y su calidad humana y cristiana. Artémides cree porque promete y no solo promete porque cree: en él vemos cumplida la regla de la fe que, si no puede contar con la disponibilidad para prometer, para entregarse, cae en el interés espiritual, en la previsión y en el contrato religioso.

Zatti no espera garantías para dedicar arriesgadamente su vida, no pide cobrar el derecho al «céntuplo aquí abajo» como condición previa para echar las redes; más bien «se ofreció con pronta disponibilidad para asistir a un sacerdote enfermo de tuberculosis y contrajo la enfermedad: no dijo una palabra de queja, aceptó la enfermedad como don de Dios y sobrellevó las consecuencias con fortaleza y serenidad».

Así, la generosidad de Artémides es pagada, incluso antes de la profesión religiosa, y el precio es alto: una enfermedad debilitante, un sueño vocacional destrozado, un sufrimiento agudo y, sobre todo, una incertidumbre total. Pero en la encrucijada de la fe y la promesa el Evangelio de la vocación realiza en esta vida, desde la juventud, prodigios de santidad.

La promesa de Zatti es pura, desinteresada, como su fe, y hace resplandecer la integridad del abandono al plan de Dios y la generosidad de la entrega y del compromiso de sí mismo, mostrando auténtica profundidad teológica: Artémides hace suya la vida del Hijo obediente que se deja totalmente decidir y destinar, por el amor del Padre, a la salvación del mundo.

El alfabeto vocacional de Zatti es tan profundo como sencillo y claro: «Creí, prometí. Zatti cree y promete con radicalidad evangélica porque ya ha practicado la Pasión del Señor como regla de su fe y entrega, como no se cansa de repetir en sus cartas a su familia: “Nuestros gozos son las cruces, nuestro consuelo es sufrir, nuestra vida son las lágrimas, pero con la compañera siempre querida e inseparable a nuestro lado, la esperanza de llegar al hermoso paraíso, cuando se complete nuestra peregrinación en la tierra”».

La cruz es la regla de la fe, y enseña cómo el creer cristiano no es simplemente saber algo, sino confiarse a Alguien, prometiéndole no algo, sino uno mismo. Formado por la cruz, Artémides, incluso antes de emprender el camino de la vida religiosa, no promete sino que se promete, no hace voto, se vota, y así refleja los rasgos del Hijo que «al entrar en el mundo, [...] dice: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo. No aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: "He aquí que vengo ⸻pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí⸻ para hacer, ¡oh, Dios!, tu voluntad» (Heb 10: 5-7).

Y, siempre en la escuela del Señor Jesús, Zatti aprende que la radicalidad de la promesa de sí mismo corresponde a la creciente audacia de la fe. Quien se entrega completamente a Dios puede abandonarse a la certeza de recibir todo de Él, y Artémides no se cansa de recordar esto en sus cartas: «Os recomiendo que no tengáis miedo ni vergüenza de pedir gracias. Pedid y obtendréis; y cuanto más pidáis, más obtendréis; porque el que pide mucho recibe mucho, el que pide poco recibe poco; y el que nada pide, nada recibe. […] No os voy a enumerar las gracias que tenéis que pedir; bien lo sabéis vosotros. Solo pongo una ante vuestros ojos: y es esa, que todos nosotros podamos amar y servir a Dios en este mundo y luego gozarle en el otro».

1.3 El Evangelio de la dedicación: «Sané»

«Sané» es el verbo con el que Zatti sella el acontecimiento que lo introduce en la vida salesiana.

¿Qué significa «sané»? Ciertamente la tuberculosis que había minado su salud fue superada por Zatti y de una manera que sorprendió a los médicos: «En el proceso de Viedma el tribunal se pregunta si la curación fue milagrosa. Hasta donde sabemos, la instantaneidad no pudo calificarla como tal, pero, según los médicos [...] que conocieron bien a Zatti hasta su muerte, fue extraordinaria por la escasez y la poca eficacia de los tratamientos en ese momento, por la continuidad de la curación y por la más que normal fortaleza física de la que disfrutó siempre el siervo de Dios, a pesar de su vida de penurias. La intervención de la Virgen parece innegable, ya fuese un milagro o una gracia extraordinaria».

El dedo de Dios, sin embargo, actuó según su estilo inconfundible: no erradicó el mal devolviendo la vida de Artémides a las condiciones anteriores a la enfermedad, ni desentrañó el misterio propio de todo designio divino y de toda existencia humana. Así, como sabemos, «los Superiores, aun constatando las mejorías en la salud del siervo de Dios, no debieron de estar plenamente persuadidos de sus futuras posibilidades. La tuberculosis, en aquellos días, no daba nunca seguridad de curación definitiva; el curriculum de estudios que el Siervo de Dios habría debido afrontar, a su edad (23-24 años), era todavía largo y ciertamente no conveniente para un tuberculoso. Él, por otra parte, ya había comenzado a trabajar, y todo lo hace suponer, con éxito y con satisfacción recíproca en la Farmacia en una ocupación propia de un seglar; tal vez el mismo padre Garrone hacía alguna presión para tenerlo consigo en su trabajo. Los Superiores, dadas todas estas circunstancias, debieron de proponer a Zatti ⸻que ciertamente, por todo lo que consta en sus escritos, había decidido dejar el mundo y consagrarse a Dios⸻ que perseverara en su propósito de consagrarse a Dios, que profesara como salesiano coadjutor (hermano laico): la solución parecía la más prudente en vista de su salud aún incierta: un trabajo material requería menos esfuerzo que el exigido por un largo período de estudios severos».

El misterio de Dios se espesa con la curación; y, a la fe de Artémides, se le pide una purificación quizás más severa que la que impone la pérdida de la salud: el sacrificio de la orientación vocacional. Así, Artémides es llevado a profundizar el camino de purificación que Dios le exige: la liberación de la enfermedad no es una recuperación de las fuerzas, que permite a un joven emprendedor «recuperar la vida». A su manera, la curación es el desierto de una nueva pobreza, para que la vida de Zatti sea un espacio libre para Dios en la radicalidad de un nuevo abandono.

Dios cura a Artémides de la tuberculosis para renovar en él el prodigio de la salvación del apego a sí mismo, del desapego incluso de sus propios proyectos de bien: «Es de creer que el abandono de la aspiración al sacerdocio fue para el siervo de Dios un gran sufrimiento espiritual, tal era el entusiasmo y el espíritu de sacrificio con que había emprendido el camino hacia esta meta. Sin embargo, es maravilloso, y un indicio de extraordinaria fuerza espiritual, que nunca aparezca una palabra de lamentación o incluso de pesar y de nostalgia […] por este cambio en la perspectiva de su vida».

«Sané» es entonces la voz de la coherencia del alfabeto vocacional de Zatti. Cuando Dios llama y su criatura responde, el Espíritu no se limita a reparar la precariedad humana sino que cumple el sueño de Dios: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Así, si la enfermedad inclina al corazón humano a replegarse sobre sí mismo, el creer y el prometer de Zatti, alimentados por el amor al Señor Jesús y a la Cruz, producen la verdadera salud: un mayor olvido de sí mismo y una condescendencia incondicional hacia Dios, que lo lleva ser el humilde apóstol de los más pobres, de los enfermos y, entre ellos, convertirse en apóstol de los casos más extraños; en fin, de los abandonados y desechados de este mundo.

Artémides renacido a una mayor pobreza se entrega más, en plena y activa confianza, al plan del Padre: «Ex auditu puedo decir que [en la vida del siervo de Dios] hubo una voluntad general de que Dios fuese glorificado. Por lo que le conocí puedo asegurar que vivía para la gloria de Dios».

La subordinación de todo a la gloria de Dios y el sacrificio de los propios proyectos ⸻incluidos los proyectos de bien⸻ en favor de la sabiduría de Dios, que es la única que realiza la plenitud del Amor, serán esenciales no solo para la experiencia espiritual de este Salesiano extraordinario, sino también a la pedagogía del dolor que deberá practicar por la especificidad de su misión.

En el «sané» de Zatti se cumple no solo una gracia sino una escuela, y ambas son moldeadas por el dedo de Dios para el bien de los hermanos: libre de la enfermedad, Artémides servirá a los enfermos toda la vida, después de haber pasado por la verdadera curación que le hará verdadero médico de las criaturas sobre las que se inclinará.

«Hacía a menudo la señal de la Santa Cruz y se la hacía hacer a los enfermos, le encantaba enseñársela a los niños. En él la fe y las medicinas formaban una simbiosis, sin fe no curaba y tampoco sin medicinas. Tampoco veía una dicotomía entre el alma y el cuerpo; el hombre era una sola cosa, y cuidaba de este hombre: cuerpo y alma».

Solo porque fue llevado de la mano de Dios a experimentar la curación como morir a sí mismo, Zatti podrá acercarse a los enfermos con el fármaco del Amor Encarnado y Crucificado, dispensando consuelo, luz y esperanza.

2. UN TESTIGO DE LA PASCUA

Si en la vida de Zatti ⸻por el modo en que fue alcanzado por la llamada de Dios⸻ resplandece de forma original y muy actual el Evangelio de la vocación, su siembra apostólica se realiza como arte del cuidado en la luz de la Pascua.

La coherencia pascual es la regla de fidelidad de todo apostolado cristiano: en los santos, la práctica de esta regla alcanza su esplendor, llevando la vida de Dios a las fatigas de los hombres, de la historia, del mundo, edificando así la Iglesia.

Zatti practicó con pasión pascual el cansancio del sufrimiento humano y construyó así la Iglesia como un verdadero hospital de campaña (como sigue repitiendo hoy el papa Francisco), precisamente transformando dos hospitales que surgieron «en el fin del mundo» en células vivas del Iglesia.

Los hospitales de San José primero y de San Isidro después fueron, entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, un recurso sanitario precioso y único para la atención, sobre todo, de los pobres de Viedma y de la región de Río Negro: el heroísmo de Zatti los convirtió en lugares de irradiación del amor de Dios, donde el cuidado de la salud se convierte en una experiencia de salvación.

Zatti ha imitado en su vida la parábola del buen samaritano. El samaritano es Cristo, el Dios cercano (en su Hijo amado) que no conoce la indiferencia y el desprecio, sino que se ofrece a sí mismo, de antemano, para curar hasta al último de sus hijos e hijas, por medio de la proximidad del amor, para que el mal de la historia no condene a ninguno de estos pequeños a perecer fuera de Jerusalén.

Aquí está el milagro de Dios: en ese trozo de tierra patagónica, donde discurre la vida de Zatti, cobró vida una página del Evangelio. El Buen Samaritano encontró rostro, manos y pasión, sobre todo por los pequeños, los pobres, los pecadores, los últimos. Así un hospital se ha convertido en la Posada del Padre, se ha convertido en signo de una Iglesia que ha querido ser rica en dones de humanidad y de gracia, a través de la donación, el servicio y la vivencia del mandamiento del amor a Dios y al hermano.

Son numerosos los testigos que nos permiten contemplar la experiencia de Iglesia accesible en aquel hospital de campaña vivificado por el corazón inflamado de Zatti: al darles la palabra, surge de nuevo la fascinación de Artémides, preocupado por curar a quienes se encomiendan a él, sea con los remedios del arte médico, sea tanto con la presencia, la simpatía, la oración por todos y con todos, como con la expresión cotidiana de fe de este humilde Salesiano. Todo esto sin duda demostró ser más eficaz que muchas medicinas.

2.1. Cuidado pascual y servicio (diakonia) de la vida herida

Donde hay santidad se propaga la Iglesia, y donde se edifica la Iglesia hay santidad. Quien conoció a Zatti, todo el que fue acogido en su hospital, tuvo una experiencia de fraternidad y en esta fraternidad una experiencia de Iglesia.

Zatti vivió con radicalidad evangélica la certeza de que el servicio, que era su característica vocacional ⸻la diakonia⸻ hace creíble, reconocible, amable, el rostro de la Iglesia. La puerta del servicio atrae al corazón humano, especialmente cuando es probado por la vida y el sufrimiento, y se abre a la experiencia del encuentro con Jesús, el verdadero Buen Samaritano, y Zatti se esforzaba por vivir como un buen samaritano. «El hospital y las casas de los pobres, visitados noche y día yendo en una bicicleta, considerada ahora como elemento histórico de la ciudad de Viedma, fueron el horizonte de su misión. Vivió la entrega total de sí a Dios y la consagración de todas sus fuerzas al bien del prójimo».

Zatti es testigo de servicio, y así como Jesús se entregó hasta el final, Zatti realizó hasta el heroísmo, siguiendo las huellas de su Señor, una donación y una diakonia plenamente cristianas. Merecen ser subrayadas, con las palabras unánimes de los testigos, las extraordinarias características de la diakonia evangélica de Zatti: la universalidad de su entrega, la totalidad del don de sí, la generosidad nacida con Dios a su lado, en la obediencia a Él, realizada en Él. y para Él.

Que el servicio de Zatti no conocía particularidades y no hiciese preferencia de personas queda a la vista de cuantos le conocieron: «Sé que visitaba la prisión para curar a los enfermos. Con los incrédulos y los enemigos de la Iglesia se manifestaba disponible y amable. Recuerdo la frase de un médico que comentando el título del libro del padre Entraigas “El pariente de todos los pobres”, decía que debería haber sido corregido en “pariente de todos” por la ecuanimidad con que [Zatti] no hacía distinción entre todos los que le buscaban».

Si en el servicio y en la donación de sí mismo de Zatti hubo una preferencia por alguien, esta fue la preferencia enseñada por el Buen Pastor, sensible sobre todo a la suerte de las ovejas más heridas y perdidas: «Era una de sus predilecciones [de Zatti] su total donación a Dios en estas personas humildes, indefensas o con enfermedades repugnantes, a tal punto que cuando alguien quiso enviarlas a un hospicio porque llevaban muchos años en el Hospital San José, respondió que no se debía abandonar estos verdaderos pararrayos del Hospital».

Zatti, además, servía con todo su ser, consumiéndose en una generosidad sin cálculo en las más diversas formas de una actividad febril, orientada solo a corresponder a las peticiones de todos: «Como todos conocían su bondad y su buena voluntad en servir a los demás, todos acudían a él para las cosas más dispares. [...] Los directores de las Casas de la Inspectoría escribían para pedir consejos médicos, le mandaban hermanos para asistir, encomendaron a su hospital-cuidados crónicos a las personas que habían quedado incapacitadas. Las Hijas de María Auxiliadora no fueron menos que los Salesianos en pedir favores. Los emigrantes italianos pedían ayuda, hacían escribir a Italia, solicitaban prácticas; los que habían sido bien atendidos en el hospital, como si fuera una expresión de agradecimiento, enviaban a familiares y amigos a que los asistiera por la estima que tenían de sus cuidados. Las autoridades civiles tenían, a menudo, personas incapacitadas para rehabilitarlas y recurrían a Zatti. Los presos y demás personas, viéndolo en buenos términos con las autoridades, le recomendaban que pidiera clemencia para ellos o les hiciera proceder a la solución de sus problemas».

El servicio de Zatti era, además, continuo y se olvidaba de sí mismo y, precisamente por eso, no se vio frenado por la susceptibilidades, ingratitudes, correspondencias perdidas o peticiones insistentes: «En el siervo de Dios era extraordinaria la preocupación por el prójimo en el trabajo diario; de la mañana a la tarde vivía para sus amados enfermos. Estas circunstancias se multiplicaron durante la noche, cuando, a cualquier hora que lo llamasen, acudía rápidamente. […] Me consta que a menudo ha tenido que sufrir de pretensiones excesivas de algunos enfermos, exigencias desmesuradas, caprichos, como es el caso […] de los enfermos mentales. El siervo de Dios nunca perdió la paciencia. Recuerdo haberle visto en más de una ocasión subir con mal tiempo, frío y lluvia con su vehículo, una bicicleta no último modelo, para curar a los enfermos de la población andando calles poco transitables».

Para marcar profundamente la diakonia, el servicio a todos de Zatti era el hacerlo en la compañía del Señor. A nadie escapaba la competencia de este generoso enfermero, pero era igualmente evidente su estar en misión con Jesús: «Un dato personal muy concreto: siendo novicio y luego nuevo sacerdote, vine a Viedma a causa de unas pústulas que me salían sobre todo en el cuello y en el rostro, y el siervo de Dios me acogía siempre sonriente, me curaba cauterizándome con una punta caliente, tarareando el Magníficat mientras trabajaba y luego animándome a ofrecer aquellos sufrimientos por la santa perseverancia en la vocación».

De nuevo, en Zatti resplandecía la obediencia a Dios y a su designio como alma de un servicio humilde y confiado, que debía suscitar en los pobres y enfermos sentimientos de abandono en Dios. Todo encontraba inspiración en Dios, y Zatti realizaba todo según al mandato de Dios, de modo que el servicio de este gran Salesiano fue una práctica continua y fascinante del precepto del amor: «Amó a Dios sobre todas las cosas. Para él todas las cosas de esta tierra eran transitorias y secundarias. Para mí Zatti era constante, sin cejar en su amor a Dios y en su piedad. No solo en los actos de piedad, sino en todo servicio al prójimo tenía siempre el nombre de Dios en la boca. Exhortó a todos los que estaban cerca de él a vivir la piedad. Zatti era permanentemente un ejemplo, su piedad fue superior a la ordinaria».

La de Zatti, sin embargo, como ocurre siempre en los santos, es una diakonia, un servicio ciertamente realizado en obediencia a Dios, pero sobre todo en el nombre de Dios, prestando a Dios su rostro, su corazón, sus manos, con certeza ⸻fuente de gran audacia⸻ de ser un pequeño instrumento de su gran Poder y Providencia. Así Zatti trabaja con una generosidad extraordinaria, pero con un abandono total porque sabe que en él actúa su Señor: «Esperó y confió siempre en Dios. La serenidad con la que superaba las dificultades era una demostración de su esperanza en Dios. Siempre dijo: “Dios proveerá”, pero lo decía con plena confianza y esperanza».

Zatti, creyente y hombre auténtico, era «movido por la caridad hacia el prójimo porque ve a Cristo sufriendo en cada enfermo. Tal era la bondad que usaba con los enfermos que no les negaba nada»; «Para el siervo de Dios el amor se manifestaba en la caridad con que asistía a los “otros Cristos”. En su concepción evangélica de que todo lo que sus discípulos hagan a sus prójimos se lo estarán haciendo al mismo Cristo, el siervo de Dios solía comportarse con todos con caridad, incluso cuando se trataba de incrédulos o indiferentes».

O viviendo en salida una Iglesia del servicio, capaz de llegar en bicicleta a sus pobres, o sirviendo a todos los que llamaban a su hospital ⸻primero de San José y luego de San Isidro⸻ para que allí encontrasen el amor de Dios. Zatti se dio completamente a Dios, haciéndose siervo del Señor, auténtico misionero de la Iglesia en el nombre del Señor Jesús.

2.2 Fraternidad pascual y comunión (koinonia) en la vida compartida

La santidad de Zatti nos lleva al corazón de la Iglesia no solo por la singularidad de su diakonia, sino también por la calidad de la comunión florecida en su donación a los demás. Lo que fuese la comunión para Zatti está atestiguado tanto por los testimonios de quienes vieron su acción, como por la forma en que atravesó los momentos más agotadores que marcaron su vida.

Un hecho especialmente doloroso para él se produjo cuando los superiores se inclinaron por el derribo del Hospital de San José, al que Artémides había consagrado todas sus energías; en Viedma no había lugar para el obispado; y, para construir una residencia episcopal adecuada, se decidió demoler el antiguo hospital, con la carga de trasladar todos los servicios sanitarios a los espacios de la Escuela Agrícola de San Isidro, sede de la otra obra salesiana en Viedma.

Para Zatti, el derribo no fue una simple operación constructiva, fue una prueba cruda y crucificante: ante sus ojos no solo tenía los escombros de un antiguo hospital, sino la duda de que con esos muros se había derrumbado su vida y allí habían terminado también sus renuncias y privaciones, incomprensiones y vigilias, dolores de cabeza y sudores, entrega al prójimo y sacrificio de sí mismo. A Zatti no se le perdonó el cáliz, pero permaneció de pie, con fortaleza y dulzura cristiana: «en el momento del derribo del hospital de San José se había propuesto primero que se construyera el palacio episcopal en otro lugar y se permutaran los terrenos; luego, ante lo inexorable del derribo, que [...] sentía enormemente dada su extrema sensibilidad humana, no se rebeló ni protestó; al contrario, tranquilizó a los que intentaban que se rebelase».

Como siempre sucede en la vida de los santos, la prueba es a la vez un crisol oscuro y una demostración luminosa: Zatti con su serenidad de espíritu y con la presteza puesta en montar la nueva sede de los servicios de salud, demostró la base de su entrega: el verdadero hospital que construía no podía reducirse a escombros, porque era una invención de la caridad, de esa caridad que «no tiene fin» (1 Cor 13,8), y que expresa el milagro de la comunión, reflejo de la eterna Vida de Dios. El verdadero hospital de Zatti no era un edificio terreno, dedicado a San José o a San Isidro; en esos ambientes su profesionalidad acogía a todos, a través de la puerta del servicio, para que pudieran tener una verdadera y plena experiencia de la ternura de Dios.

Zatti no predicó el catecismo de la comunión, pero con su santidad lo encarnó; y su hospital no era un edificio imponente, sino un milagro evidente y cotidiano de servicio y de comunión. Aquí «el siervo de Dios dirigía al personal, que estaba formado por varias personas que vivían en el hospital, como un superior de una comunidad religiosa […] El personal lo amaba, lo veneraba y seguía al pie de la letra sus reglas. A nadie les ha faltado nunca lo necesario: moral, espiritual y técnico para el cumplimiento de sus compromisos, y esto por la preocupación personal del siervo de Dios».

Es una convicción de todos que la estatura espiritual de Zatti lo convirtió en el artífice de la comunión: «En los años que estuve en la escuela en el Colegio San Francisco de Sales, el hospital era una dependencia del Colegio y sabíamos todo lo que pasaba aquí como allá. Nunca he oído hablar de rencillas o incomprensiones entre los colaboradores de Zatti que pudieran tener alguna relevancia y provocar habladurías en el pueblo o en la escuela».

Cuando se realiza la comunión cristiana, no pasa desapercibida por su belleza que trastorna al mundo postrado por el rencor y por la división; son solo los santos, sin embargo, quienes conocen a fondo el precio de la comunión, su extrañeza a la espontaneidad, a la inmediatez de la simpatía, a la facilidad sin sacrificio. Los santos saben cuánto cuesta la comunión porque saben cuál es su fuente: el costado desgarrado del Señor, que realiza la obra de reconciliación entre los hombres y con los hombres.

Zatti sabe que solo la Sangre del Señor crea comunión, y elige el camino de la participación fiel y cotidiana en el sacrificio del Hijo, con la sonrisa en el rostro, la fuerza en el alma, la paz en el corazón, las manos atravesadas por el trabajo y la fatiga. Haciendo casi imperceptible el compromiso que exigía su inmolación, Zatti «era un hombre que irradiaba paz, [hombre] de acción, dinámico, no mostraba nerviosismo, alegre. Era frecuente el uso de bromas […] para animar a un enfermo […]. Era un hombre que no vacilaba en sus prácticas religiosas, […] señal de su esfuerzo por superarse a sí mismo. Personalmente, lo que más noté en él fue su caridad y humildad».

La humildad de Zatti construye la Iglesia y hace cristiana la comunión de la que él mismo es artífice; quien no muere a sí mismo todos los días, lleva consigo el peso del egoísmo que hiere la comunión; solo la humildad cura las relaciones y supera la tentación del poder, del control, de la seducción y de la prevaricación. Zatti, sin multiplicar palabras ni discursos, sabe que solo con humildad puede ser creador de la verdadera koinonia, fruto y condición de una diakonia eficaz y discreta, que no crea dependencia sino que restaura la dignidad; solo la humildad sirve de manera generativa, promoviendo una comunión que cuida el vínculo y promueve la autonomía. La humildad es virtud de Dios porque es el secreto de todo padre, la esperanza de todo hijo, el espíritu de toda vida verdadera.

Zatti puede ser servidor y constructor de comunión por la humildad que hace de él un sencillo hijo de Dios, vivo de la Vida del Espíritu y padre de todos: «Creo que, en la relación de Zatti con sus colaboradores, nunca ha habido problemas porque era como el padre de todos. Recuerdo que todos le echaban mucho en falta cuando él estaba ausente por haber ido a Roma para la Canonización de Don Bosco». «La relación de don Zatti con el hospital era como la de un padre. No conozco malentendidos ni dificultades: si las ha habido, creo que no han sido de su parte. De las enfermeras con las que he tratado […], no he oído más que elogios y ninguna queja».

2.3 Cercanía pascual y martyria de la vida sin fin

Nuestro hermano Artémides Zatti testificó realmente con su vida (martyria) que el Señor ha resucitado. «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12) dice el Señor de sí mismo. El Evangelio es Luz que quiere penetrar en la vida de los hombres, y la Iglesia, sacramento vivo de Dios, es Luz para el mundo. La santidad de Zatti, alimentada por la Pascua de Jesús, es también luz, y lo experimentaron, especialmente, los pobres y los enfermos de Viedma. Zatti los acoge a través de la puerta del servicio, los mantiene dentro de los muros de la comunión, pero para ofrecerles, con su testimonio de vida, la luz del Evangelio, el esplendor de la Pascua que ilumina a la Iglesia.

Creyentes y no creyentes quedan impactados por las palabras y por los gestos de Zatti; su testimonio es sin sombras, extraordinariamente salesiano, llega a todos y anuncia, a través de dos nombres, dos rasgos decisivos del Dios de Jesús: Providencia y Paraíso.

No hay Iglesia donde no haya anuncio explícito del nombre de Dios, anuncio pagado con el martirio de la vida, en el signo de la sangre o de la caridad; donde se impulsa el servicio y la comunión de Zatti resuena el anuncio del nombre de Dios, de estos dos nombres, tan cristianos y tan salesianos: Providencia y Paraíso.

Zatti anuncia con su vida que todo en Dios es amor, pero amor concreto, atento, ilimitado y minucioso por cada criatura: el amor de Dios es Providencia. Sin embargo, la Providencia de Dios no es temporal, sino eterna, y he aquí el segundo nombre: Paraíso. Paraíso es el nombre propio del deseo de Dios que en la historia provee a sus criaturas para tenerlas consigo para siempre, por la eternidad.

Zatti es un maestro de este alfabeto cristiano: «era su deseo constante que el Señor fuera conocido y amado. La atestiguaba la alegría que expresaba cuando un nuevo paciente, que no sabía nada de Dios, se convertía en un cristiano devoto. Su primera preocupación fue cuidar e inspirar confianza en la divina Providencia».

El sentido de la Providencia no fue la respuesta obligada a las condiciones de precariedad, una especie de última playa ofrecida a los náufragos para no hundirse en los momentos difíciles. Testimoniar la Providencia para Zatti significaba enseñar a hablar con Dios, a llamarlo por su nombre, con confianza cristiana, porque «estaba muy convencido de los principios evangélicos y uno que tenía bien grabado en su corazón y en su mente era “buscar primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás os será dado por añadidura” (Mt 6,33). Había aprendido en la escuela de Don Bosco ⸻habiendo leído mucho su vida⸻ a no desconfiar nunca de la ayuda de Dios, sobre todo cuando se le honra como quiere, en cada uno de nuestros prójimos».

Pero una Providencia sin Paraíso no permitiría que el anuncio del nombre de Dios llevara el peso de la historia, con su carga de cansancio, de sufrimiento, de muerte. Zatti animaba, dentro y fuera del hospital, una Iglesia siempre visitada por el dolor y la muerte, y esto exigía plenitud de fe y de testimonio, pedía anunciar el nombre del único deseo de Dios para el hombre: Paraíso. Cuando daba testimonio del Paraíso, Zatti mostraba la certeza «de la vida eterna y de su adquisición por la gracia y las buenas obras; esto se manifestaba sobre todo ante la muerte […]. Yo personalmente lo escuché regocijarse por haber podido prestar ayuda religiosa a los enfermos y exclamar [...] “Hoy hemos enviado dos o tres al cielo”».

Con estos dos nombres de Dios, Zatti evangelizó la vida y la muerte, la alegría y el dolor, la salud y la enfermedad como verdadero testigo cristiano, como mártir, en el martirio cotidiano de la caridad. El anuncio y la martyria de Zatti no divulgan un evangelio de circunstancia o de oportunidad, sino que esparcen Sal, Luz, Levadura, prestan rostro, corazón y manos a un Evangelio que pide vida y la impregna toda, resuelve los enigmas y vence las angustias con el calor de la Verdad: «Desde que lo conozco siempre ha dado más importancia a las prácticas religiosas que a su trabajo, aunque lo hiciera con perseverancia. Citaba a menudo las Escrituras, especialmente los evangelios, para consolar a los enfermos o alentar la virtud […]. Era muy difícil para él no poner un pensamiento espiritual en sus conversaciones. Una vez, hablando con él, le mencioné el descubrimiento de algunas medicinas nuevas como la penicilina y las sulfamidas; el siervo de Dios me escuchó y, cuando terminé de hablar, me dijo: “Es verdad, es verdad, pero la gente seguirá muriendo de todos modos”».

Y la verdad del Evangelio, en su totalidad, ilumina el hospital de Zatti, como había iluminado el Oratorio en tiempos de Don Bosco: por eso, en el hospital de Viedma como entre los muros de Valdocco, no se teme a la muerte y no hay que multiplicar los expedientes para suavizar el escándalo u ocultar la evidencia, engaños peligrosos para el corazón humano. Zatti afrontaba la muerte con el testimonio del Evangelio de la vida: una vida con los pies en la tierra, por eso trabajadora y concreta, pero con el corazón en el cielo, y por eso confiada y serena: «la única razón de su vida era precisamente la espera de una recompensa celestial, nunca actuó para ganar dinero o reputación, hizo todo en la esperanza de la felicidad futura».

Su compromiso, a pesar de su sencillez, fue vivir el Evangelio con el corazón enraizado en el Premio final y llevar el Dios de la Providencia y del Paraíso en cada herida y en cada muerte humana, para que allí florezcan la Vida y la Resurrección. Esto bendecía el testimonio de Zatti e invocaba su presencia cuando las preciosas y raras medicinas de la esperanza y del consuelo eran indispensables. Toda la ciudad de Viedma lo sabía, como lo han confirmado los testigos con sorprendente unanimidad: se llamaba siempre a Zatti, y acudía a animar y consolar, dando esta medicina cristiana que bebía, para su vida en gracia de Dios, del mismo Espíritu, el Consolador. Así era «extraordinaria en el siervo de Dios la capacidad de infundir esperanza en los enfermos, hecho que contribuyó casi milagrosamente a la curación elevando el ánimo del doliente». Zatti testimonia, hasta el martirio de la caridad, que el Señor es Dios del cielo y de la tierra. Zatti es testigo de ello, con la pasión de los santos, que no conoce medida: «Recuerdo que un paciente le decía a Zatti que siempre lo preparaba para el cielo y que tenía que prepararlo un poco para la tierra. Otro dato muestra el ambiente del hospital: una enfermera insistió una vez en preparar para la muerte a un paciente que no estaba tan mal y que, en efecto, está todavía vivo».

2.4 Alegría pascual y liturgia de la vida redimida

Artémides Zatti, con su extraordinaria fidelidad a los acontecimientos centrales de la vida cristiana, se alimenta del Pan de la Palabra, del Pan del Perdón, del Pan del Cielo, y su vida se transfigura, cada vez más intensamente, en beneficio de una misión rica de frutos en crecimiento. Así, la vida de Gracia, vivida intensamente por este hijo de Don Bosco, llega a quienes se encuentran con él, sin distinción: enfermos y colaboradores, hermanos y autoridades, pobres y bienhechores; en Zatti tocan la vida del Señor, a través de la fuerza del misterio sacramental que se participa entre las personas en la comunión del pueblo de Dios. Y así toda la Iglesia, en los sacramentos, por el poder del Espíritu Santo, celebra el misterio pascual y asegura a los hombres el alimento por medio de los sacramentos, para el camino, y los remedios que sanan a la humanidad herida por el mal y por la muerte.

Esta es la Iglesia: florece y crece donde el servicio y la comunión anuncian el nombre de Dios, dan testimonio de la Palabra de Jesús, se nutren de su Cuerpo, se curan de su Perdón. Zatti no hace simplemente todo esto, sino que es todo esto; a través de la correspondencia con la Gracia, que santifica su vida, no solo se reconocen en él los gestos y las palabras del Señor, sino que experimentamos Su propia Vida: Zatti es un «tabernáculo viviente», y su testimonio radiante suscita preguntas, resoluciones, conversión, incluso en aquellos que están lejos de una participación íntima en el misterio del Señor.

La dedicación de Zatti, que revela una raíz más que humana, se convierte en una prueba universalmente convincente de la fuerza sobrenatural de los sacramentos; el suyo, en efecto, es «un amor sobrenatural y extraordinario por el prójimo. [...] Estaba dispuesto a cualquier sacrificio y por eso lo difícil le parecía fácil. Pienso que las circunstancias difíciles de su acción caritativa fueron: la falta de personal, la solicitud de asistencia en todo momento, no dejarse influir por mal tiempo, atender a todo tipo de personas. Recuerdo a un familiar mío, enfermo, al que visitó un día de tiempo pésimo y cuando le dijeron: “¿Cómo sale con este tiempo, señor Zatti?” Y me respondió: “¡No me queda otra!”».

Es regla de la liturgia cristiana el poder dar buena prueba de sí mismo en la vida del creyente con el orden, la armonía, el dinamismo eficaz, y sobrenatural. Zatti es un cristiano, laico consagrado Salesiano de Don Bosco, es piedra viva de la Iglesia, es testigo de la Pascua, porque en sus obras se hace visible el mandamiento del Amor, que hace reconocer a Dios en el prójimo y al prójimo en Dios; pero Zatti enseña, con su vida, que la fuerza necesaria para la práctica de ese mandamiento es sobrenatural, y solo puede venir de Dios, de sus sacramentos y de la oración y unión con Él. «Zatti ejerció la caridad en circunstancias difíciles por falta de recursos económicos. También porque su actividad excedía lo ordinario, por la cantidad de horas que dedicaba a sus compromisos sin omitir sus obligaciones religiosas. Como le conocíamos, nos preguntábamos cómo podía sostener un esfuerzo tan grande sin el descanso que se suele considerar necesario».

Dos episodios merecen ser recordados, como ejemplo de la liturgia de la vida de la que Zatti es primero discípulo y luego apóstol del Señor Crucificado y Resucitado; en primer lugar, el derribo del antiguo hospital de San José, con la necesidad de trasladar a los enfermos a San Isidro: «No tengo noticias de que a Zatti le dieran una fecha de desalojo, y seguro que no había recibido nada de su Inspector, de lo contrario lo habría sabido […]. El estado emocional en el que cayó Zatti cuando fue necesario sacar a los enfermos, para que los escombros no se derrumbaran sobre ellos, podía ser psicológicamente fatal. Lloró amargamente, pero después de haber rezado ante el Santísimo Sacramento, se puso a trabajar con serena energía»; y, luego, el servicio a los moribundos: «Un joven estaba a punto de morir, y Zatti conversaba con él después de haberle hecho comulgar; en un momento el niño comenzó a gritar “¡Zatti, me muero!” y en el mismo momento se levantaba de la cama; Zatti, mirándolo a los ojos, sonriendo dijo: “¡Qué lindo, vete al cielo!” y el joven se dejó caer con una sonrisa que retrataba la de Zatti, y que le quedó impresa en su rostro».

Esto es lo que sucede cuando la Eucaristía se hace vida y el misterio pascual práctica cotidiana: las grandezas humanas se transforman, por obra del Espíritu, y cada acción del creyente se realiza en Cristo, por Cristo y con Cristo, haciendo de la vida una liturgia. y transfundiendo los santos dones de la liturgia a la vida.

Nuestro querido Artémides Zatti, deudor en todo de los Misterios del Señor, sabe que todo puede ser solo gracias a él; de ahí su humildad: «Recuerdo que, estando mi hermano Salvador muy enfermo de fiebre tifoidea, el siervo de Dios iba a cuidarlo varias veces al día. En una ocasión, al encontrarlo camino a la casa de Salvador, le dije con tristeza: “¡Señor Zatti, por favor, salve a mi hermano! Se dio la vuelta y, mirándome a los ojos, me dijo con severidad: “¡No seas blasfemo, solo Dios salva!”».

La de Artémides Zatti fue una vida hecha de donación, de comunión, de testimonio del Señor resucitado. Una vida llena de gracias que lo llevó a una muerte plenamente cristiana: «Preguntándole si sus dolores eran continuos, fuertes o no, sin contestarme directamente, me dijo: “Son un medio de purificación y estoy feliz porque me doy cuenta de que estoy completando la Pasión de Cristo, que tanto he inculcado a los enfermos”».

Y la oferta de Zatti fue plena, discreta, serena y gozosa, como sello de su liturgia. Merece ser retomada una florecilla en la que, tras el velo de la simpatía, Zatti regala a quienes le asisten el sentido de su vida, que Dios supo exprimir hasta el fondo, porque era madura y plena. Unos meses antes de su muerte, sonriendo ante su enfermedad ⸻un tumor en el hígado que le tiñe el rostro de amarillo⸻ Zatti le dice a una enfermera que pronto él también estará maquillado. Sin embargo, el suyo será, como en los limones, el color de la madurez, que hace que esa fruta esté lista para ser exprimida hasta el fondo: «¿Usted se maquilla? ¡Yo también! En seis meses le daré la prueba. De nada sirve el limón si no es amarillo».

3. UNA INVITACIÓN A UN COMPROMISO EXTRAORDINARIO

Este era el título de la última parte de la carta de don Vecchi, a la que me he referido varias veces, y que quisiera conservar y compartir ahora. En las páginas precedentes he tratado de esbozar de manera sencilla, pero incisiva, la extraordinaria figura de nuestro hermano Salesiano Coadjutor Artémides Zatti. Su camino de vida, impregnado y lleno de Dios, es más que evidente. Así como su santidad. Ante esta gran figura, hoy se hace patente en nuestra Congregación la necesidad y la importancia de un compromiso especial para promover esta hermosa vocación. Hago mías las palabras de don Vecchi para pedir a cada Inspectoría, a cada comunidad y a cada hermano en los próximos años, desde ya, «un compromiso renovado, extraordinario y específico por la vocación del Salesiano Coadjutor, dentro de la pastoral vocacional: rezando por ella, anunciándola y proponiéndola, llamando, acogiendo y acompañando, viviéndola personalmente y juntos en la comunidad».

No faltan ricas publicaciones sobre la figura del Salesiano Coadjutor; quizás lo que necesitamos en este momento es hacer más convincente nuestro compromiso. He hablado muchas veces en mis visitas a las Inspectorías, y también en mis cartas, de que debemos, ante todo, ser hombres de fe, hoy más que nunca abandonados al Señor. Muchas otras estrategias y planes nos pueden ayudar, pero no nos sacarán de una dificultad profunda. Solo la confianza en el Señor y el recurso a Él. El siguiente testimonio de un hermano Coadjutor tiene, en mi opinión, una fuerza particular: «Aún hoy resuena el “Ven y sígueme”. Y siempre un estupor al constatar que aún, hoy, hay jóvenes a quienes no les faltaría nada para orientarse hacia el sacerdocio y, en cambio, hacen la opción del laico consagrado también en la Congregación Salesiana. Por esto, en la pastoral vocacional hay que creer en esta vocación completa en sí misma, y transmitir por ósmosis su estima, sin presionar ni distorsionar en dirección de la figura clerical. Hay que estar convencidos de que hay jóvenes que no se identifican con el modelo presbiteral, mientras que se sienten atraídos por el modelo del laico consagrado. ¿Cuáles son los motivos de esta elección? Todas las motivaciones son insuficientes: en el fondo queda el misterio de la Gracia y de la libertad».

Llegados a este punto quisiera invitaros a profundizar en las próximas publicaciones que saldrán tanto sobre san Artémides Zatti como sobre la vocación del Salesiano Coadjutor en nuestra Congregación, en las diversas Regiones, y en las propuestas de ambos Sectores de la Pastoral Juvenil y de la Formación que sin duda nos llegarán, en adelante, como ayuda a la intercesión que el nuevo santo Salesiano hará por todos y, sin duda de manera muy particular, por sus hermanos Salesianos Coadjutores en el mundo, los que ya están y los que vendrán, con la Gracia de Dios.

La fuerza y ​​la belleza de una invitación

Creo que no se debe terminar la comparación con la vida de Artémides Zatti sin evocar, una vez más, una carta de 1986, del cardenal Jorge Mario Bergoglio, hoy papa Francisco, escrita a un Salesiano, como testimonio de una gracia recibida a través de la intercesión de Zatti.

La historia es bien conocida: cuando era Provincial de los Jesuitas de Argentina, el padre Bergoglio encomendó a Zatti la petición al Señor de las santas vocaciones a la vida consagrada laical para la Compañía de Jesús; y su Provincia tuvo la gracia, en una década, de tener veintitrés nuevas vocaciones de religiosos hermanos.

El episodio es relevante no solo por los protagonistas de la historia ⸻el Dueño de la Mies, un Santo Coadjutor salesiano, el actual Sucesor de Pedro⸻ sino por su contenido: la fuerza vocacional del testimonio de Zatti.

Sorprende que el primer Salesiano canonizado no por el martirio de sangre sea un Coadjutor, y un Coadjutor que renuncia, en radical obediencia a Dios, a la misma forma de la vocación que le había fascinado, la presbiteral, para estar con Don Bosco, realizando, después, un servicio sacrificado en el mundo de la enfermedad y del sufrimiento.

Sin embargo, la fuerte belleza de este testimonio no puede escaparnos; en él resplandecen los amores fundamentales que deben inflamar el corazón del Salesiano: el amor a Dios y a su voluntad, el amor al prójimo, que en sus miembros sufrientes es el Rostro cercano de Jesús Crucificado, el amor a la Madre del Señor, Mediadora de toda gracia, el amor a Don Bosco que promete a cada Salesiano pan, trabajo y Paraíso.

Estos amores resplandecen en la grandeza luminosa de la vida religiosa de Artémides, abrazada con gozosa radicalidad y generosa inventiva.

Nuestro hermano Artémides Zatti nos muestra cuán sensible es el mundo al testimonio de la vida religiosa, siempre que este testimonio sea verdadero, creíble, auténtico: el triunfo de su funeral, la fama de santidad, la veneración de su tumba son signos claros de cuánto hemos reconocido, todos, el dedo de Dios en acción en este Salesiano generoso y fiel: «En proporción a los habitantes de Viedma, la cantidad de personas que acudió al funeral fue impresionante. Gente humilde acudía de todas partes con pequeños ramos de flores. Además de las autoridades, muchas otras personas. En los días [sucesivos a su muerte] la gente estaba convencida de que había muerto un santo; algunos fueron al sepulcro esperando milagros: rezaban, llevaban flores».

La vida de Artémides Zatti ha despertado una ciudad, y hoy toca al mundo entero, porque habló de Dios: llevó a los pobres y a los enfermos, con una práctica ejemplar de la castidad, el perfume del amor virginal y fecundo de Dios; ha dado a todos la riqueza de la fe, pagándola con una pobreza amada hasta el punto de ceder su cuarto a un enfermo o traer allí un muerto para apartarlo de la vista de los otros enfermos en un último gesto de ternura y piedad; enseñó la verdadera libertad, obedeciendo la voluntad de los superiores a costa de amargas lágrimas, reconociéndolos como mediadores del plan de Dios.

Religioso ejemplar, con este testimonio, enseña a todos que la salud que hay que guardar por encima de todo bien es la del alma, de esa alma nuestra tan preciosa porque viene de Dios y aspira a él, muchas veces inconscientemente, en el deseo de encontrar, en sus brazos, Amor eterno.

Que los amores de Zatti puedan encender nuestros amores; que su testimonio del Absoluto de Dios, de la grandeza del alma y de nuestra verdadera patria puedan inspirar nuestros gestos y nuestra pasión pastoral, para una nueva fidelidad apostólica y renovada fecundidad vocacional. Que nunca nos falte, como siempre buscó Artémides Zatti, la protección materna de la Auxiliadora, y que la devoción a la Madre en cada casa salesiana del mundo, y en cada rincón donde esté presente la Familia de Don Bosco, sea un camino seguro que nos ayude a vivir una santidad como la de nuestro hermano.

Concluyo estas palabras proponiendo una oración al Padre por intercesión del nuevo santo Salesiano Coadjutor, san Artémides Zatti.

 

Oración de intercesión
para pedir vocaciones de salesianos laicos

Oh, Dios, que en san Artémides Zatti
nos diste un modelo de Salesiano Coadjutor,
que dócil a tu llamada,
con la compasión del Buen Samaritano,
se ha hecho prójimo a cada hombre,
ayúdanos a reconocer el don de esta vocación,
que testimonia al mundo la belleza de la vida consagrada.
Danos el coraje de proponer a los jóvenes
esta forma de vida evangélica
al servicio de los pequeños y de los pobres,
y haz que a los que llames por este camino
respondan generosamente a tu invitación.
Te pedimos por la intercesión de san Artémides Zatti
y por la mediación de Cristo el Señor.
Amén.

Con verdadero afecto y unidos en el Señor con la mutua oración, os saludo

Ángel Fernández Artime, sdb
Rector Mayor

La carta en formato PDF puede descargarse aquí.

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ANS - “Agencia iNfo Salesiana” - es un periódico plurisemanal telemático, órgano de comunicación de la Congregación Salesiana, inscrito en el Registro de la Prensa del Tribunal de Roma, Nº. 153/2007.

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