«María, tabernáculo viviente: en Ella se encuentran lo humano y lo divino»
En la introducción a la celebración, el Rector Mayor invitó a la asamblea a dirigir la mirada a María, «ella que esperó y acogió la Palabra en su corazón, convirtiéndose en tabernáculo vivo del Hijo de Dios».
Con esta conciencia, el padre Attard recordó que la Inmaculada es una fiesta profundamente ligada a la vocación salesiana: «Para nosotros, salesianos —afirmó—, este es el día en que Don Bosco reconoce el inicio de nuestra experiencia misionera y oratoriana. Cada 8 de diciembre volvemos a esa gracia originaria para comprender quiénes somos y para quién hemos sido enviados».
Una solemnidad que antepone lo humano a lo divino
En la homilía, el Rector Mayor situó la fiesta de la Inmaculada dentro del camino del Adviento: un itinerario que prepara para el acontecimiento que cambia la historia, el nacimiento de Jesús. «La solemnidad de la Inmaculada —dijo— nos lleva al corazón de una experiencia única que pertenece a María, pero que está abierta a todos nosotros: una humilde joven que se encuentra ante el proyecto de Dios. Cada fiesta mariana es una ocasión para que nuestra historia personal se deje alcanzar por este punto en el que lo divino y lo humano se encuentran».
María se convierte así en la figura que revela la gratuidad de Dios: un Dios que interviene no para condenar, sino para levantar, que se acerca en la vulnerabilidad, que da antes incluso de que el hombre se dé cuenta de que es amado. «El camino de la fe —explicó— es siempre este dinamismo: Dios, que nunca se cansa de venir a nuestro encuentro, y el hombre, en libertad, responde. Dios no obliga: espera una respuesta libre y amorosa».
María: sorpresa y audacia ante el amor
El padre Attard mostró cómo la experiencia de María refleja las dinámicas más profundas de la vida humana: sorpresa, temor, duda, temblor ante algo que supera toda expectativa y pensamiento humanos. «Pero el amor de Dios nunca está lejos», precisó. «Al igual que para María, también para nosotros la madurez de la fe no consiste ante todo en hacer, sino en reconocernos amados. De ahí nace la disponibilidad para decir: "Señor, no lo merezco, pero aquí estoy"». Releyendo la página del Génesis, el Rector Mayor recordó que Dios condena a la serpiente, pero dialoga con Adán y Eva, les abre un camino, los acompaña: «Este es el Dios que Jesús nos revela, el Dios de la promesa que nos pide que colaboremos en su proyecto de amor».
El vínculo con Don Bosco: el oratorio como fruto de la gratuidad recibida
Entrando en el corazón de la tradición salesiana, el Rector Mayor relacionó la experiencia de María con la de Don Bosco: «Cuando Don Bosco, hace ciento ochenta y cuatro años, conoció a Bartolomé Garelli, no hizo más que lo que había recibido: el amor de Dios no se puede guardar para uno mismo. El don debe vivirse y compartirse».
Recordó, con imágenes vívidas, el Sueño de los Nueve Años, la transformación de los «chicos animales» en «corderos»; luego, el segundo sueño, en el que se convierten en pastores, hasta la experiencia concreta del Oratorio: un lugar donde los jóvenes, especialmente los más heridos, pueden experimentar personalmente el ser amados, acompañados y escuchados.
«Este es el paradigma de María: turbación, temor, pero al final plena disponibilidad. Así nace también la misión salesiana».
Una llamada a la esperanza en el vacío contemporáneo
En un pasaje muy actual, el Rector Mayor observó cómo la sociedad actual está «llena de vacío» y cómo los cristianos corren el riesgo de limitarse a comentarlo. «María nos recuerda que el amor de Dios nos visita y nos pone de pie, así. Cuando lo reconocemos, como ella, nos levantamos y nos apresuramos: no hay tiempo que perder. Es la vocación de todo bautizado, y es nuestra vocación salesiana», afirmó.
Al final de la misa: el gesto simbólico del Oratorio naciente
Al término de la celebración, el Rector Mayor y todos los concelebrantes se reunieron alrededor del altar de María Auxiliadora en el interior de la basílica.
Allí se leyó, de las Memorias del Oratorio, el famoso episodio del 8 de diciembre de 1841, contado por el propio Don Bosco: el encuentro entre Don Bosco y Bartolomé Garelli, el primer «Ave María», la semilla del Oratorio.
Después de la lectura, toda la asamblea rezó el Ave María, uniéndose espiritualmente a todos los salesianos del mundo que en este día recuerdan los orígenes de su vocación y confían a la Virgen María la misión educativa y evangelizadora hacia los jóvenes.
La celebración concluyó en un clima de gratitud y de renovada entrega a María Inmaculada, porque, como recordaba Don Bosco, «todas las cosas grandes comenzaron con un Ave María».
